Hace unos días, mientras esperaba en una cafetería, escuché por casualidad la conversación de un grupo de adolescentes que organizaban un viaje al extranjero para el mes de agosto. Parecían tenerlo todo muy bien planeado y estar muy seguros de sí mismos. Eran sus primeras vacaciones juntos y estaban convencidos de que iban a ser épicas. Me invadió la morriña y me puse a rescatar los recuerdos sobre mis primeros viajes, más concretamente, sobre mi primer viaje con amigos.
Para mí, el mes de agosto siempre ha sido sinónimo de diversión, de planes, de libertad y a lo largo de mi vida una de sus semanas estaba reservada para las vacaciones familiares. Durante mis primeros años los destinos no eran muy elaborados, viviendo en el interior de Galicia los más populares eran la playa y Portugal; o la playa en Portugal. Cualquier destino que implicase agua era bien recibido. Corre el falso rumor de que en Galicia solo llueve, pero nada más lejos de la verdad, solo hace falta recordar la crisis del 98, año en que las abuelas gallegas acabaron con las existencias de factor 50. Todavía recuerdo el dulce sabor de la Nivea en mi boca.
Para evitar posibles intoxicaciones y huir del calor de Galifornia, mis padres hacían las maletas y emprendíamos ruta al destino seleccionado. Horas y horas encerrados en un coche sin aire acondicionado, donde las combinaciones musicales iban desde Depeche Mode hasta los Pitufos Maquineros pasando por un bucle infinito del Barbie Girl de Aqua. No nos juzguéis, todos tenemos un pasado, me gustaría ver vuestras listas secretas de Spotify. El caso es que por muy asfixiante que parezca, esas semanas tuvieron dos efectos muy importantes en mi: adoptar como propia la personalidad del Pitufo gruñón, y desarrollar un amor incondicional hacia los viajes. A día de hoy ninguno de ellos me ha abandonado.
Este amor me llevó a hacer ese primer viaje del que os hablaba. El primero sin la supervisión de un adulto responsable. Tendría 18 o 19 años, el destino era Londres y me acompañaban siete amigos, cuatro de los cuales eran parejas, parejas que hoy en día ya no siguen juntas. Éramos unos jóvenes aventureros, un poco paletos y con ganas de salir de Galicia para descubrir los rincones secretos de la vieja Gran Bretaña. Pero el destino no nos lo iba a poner fácil y antes teníamos que hacer una pequeña parada: Portugal. Como veis es un must en la vida del gallego. Es como esa ruptura que te cuesta superar. No aceptamos que lo nuestro se ha acabado, no estamos preparados para firmar los papeles del divorcio y hacerlo definitivo aferrándonos a excusas absurdas para vernos: que si toallas, que si manteles, que si el bacalao a la portuguesa… es duro, no os voy a mentir. La dependencia es tal que, por votación popular, el principal aeropuerto de Galicia no está en Santiago, está en Oporto, y fue ahí donde empezó todo.
Un coche, un avión y un bus nos trasladaron de las meriendas de la abuela al té con pastas del Buckingham Palace. Lo habíamos conseguido, estábamos allí. Habíamos atravesado un océano para visitar un país desconocido y nuestra primera gran observación fue: “¡mirad, mirad! ¡Vacas!”. Edificios icónicos del imaginario popular, un popurrí de acentos cantando en nuestros oídos, pero nosotros nos fijamos en las vacas. Llevábamos la palabra TURISTA escrita a fuego en la frente. Tras deleitarnos con la fauna local, y con las vacas, el bus nos dejó en Victoria Station para disfrutar de los que creíamos que iban a ser los mejores cinco días de nuestra vida.
Y allí estábamos los ocho en Victoria Station, un grupo de jóvenes adultos nacidos en los 90 que tenía como referente en la vida dos grandes obras maestras del panorama televisivo: “Friends” y “Los Simpson”. Nuestro grito de guerra era aquel “London Baby!!!” que Joey repetía y repetía en “El de la boda de Ross”. Lo que no sabíamos era que en aquel preciso momento, en aquella estación de Victoria, Joey y Ralph eran miembros honoríficos de MENSA comparados con nosotros.
Pasaron 45 minutos hasta que nos dimos cuenta de que el lugar al que estábamos dando vueltas no era la estación, era un parking (bastante siniestro). No habíamos pasado ni dos horas en tierras británicas y ya nos habían timado en un Subway y éramos incapaces de encontrar la puerta de entrada a la estación, el viaje prometía. El ambiente se caldeaba, los nervios estaban a flor de piel, pero gracias a un amable señor que paseaba por aquel aparcamiento, situación que vimos como algo de lo más normal y que omitiríamos en la llamada de rigor a nuestros padres, encontramos la puerta que nos llevaría a la fase dos: el metro.
¿Recordáis la cara de Harry Potter la primera vez que cruzó el andén 9 y 3/4? Pues nosotros igual pero con un futuro menos prometedor esperando al otro lado. Un paraíso de tiendas, cafeterías y trenes se abrió ante nosotros. Os ahorraré la hora extra que fue el desastre de sacar los tickets, descifrar el mapa del metro y elegir el color de la línea que nos vendría mejor. Yo elegí la azul porque es un color que, según mi madre, me favorece, y si lo dice mi madre seguro que nos llevaba a buen puerto, pero no me hicieron ni caso. Después de un largo intercambio de opiniones en el que hubo llantos, risas y un caso agudo de exaltación de la amistad causado por un subidón de cafeína gracias a un supuesto decaf del Subway, acabamos en la línea negra. Ahora lo pienso y sigo sin comprender nuestra ignorancia ante los efectos que este viaje provocaría en nuestra amistad, era la crónica de una ruptura anunciada.
El color de la línea de metro debió darnos alguna pista, pero ignorábamos las señales, estábamos demasiado ocupados intentando encontrar el hotel. Tardamos pero lo encontramos. El barrio parecía el lugar perfecto para una convención de asesinos presidida por Jack el Destripador, pero nos había costado demasiado llegar como para ponernos exquisitos. «Si quieren un riñón extirpen sin molestar». Decidimos colgarnos las cámaras al cuello, guardar, mapas, libras y la chaquetita por si refresca y nos echamos a las calles londinenses con la mejor de las actitudes. Actitud que nos duró el trayecto del hotel al primer cruce, que traducido fueron unos 10 minutos, o dos canciones y media de los Beatles, que es lo que suele sonar en mi cabeza en momentos de estrés. Mientras decidíamos si tomar la calle A, la B, la C o la D yo tarareaba Yesterday recordando tiempos mejores. Divisamos a lo lejos Tower Bridge. Ahora era real, estábamos en Londres.
Esa primera noche tuve un sueño en el que dos vacas compartían una cena romántica mientras sonaba A Hard Day’s Night. En el menú cada una de ellas compartía con la otra la mejor parte de su solomillo y todo ocurría bajo la luz de la luna en un parking abandonado. El universo me hablaba, me mandaba señales luminosas pero, como de costumbre, lo ignoré y pasó lo que pasó.
Durante los siguientes cuatro días ocurrieron situaciones como:
- Ataque de cuervos en la Torre de Londres.
- Discusiones sobre el menú de la comida.
- Discusiones sobre el menú de la cena.
- Discusiones.
- Confusiones con el cambio de hora
- Confusiones con las líneas de metro.
- Desapariciones en las líneas de metro.
- Horas de colas interminables con resultados decepcionantes.
- Decepción a la hora de mear y descubrir que cobran por ello.
- Encuentro obligado con otros gallegos (hai un galego na lúa).
- Más discusiones.
- Sonrisas falsas para las fotos.
- Sonrisas falsas entre nosotros
- Muchos: “Mamá, Papá, estamos bien”
- Y otras situaciones, que repito, eran la crónica de una ruptura anunciada.
Fueron cinco días intensos que no dejaron indiferentes a nadie. En esos cinco días hicimos planes para irnos unos años a estudiar allí, planes para mudarnos a Londres de por vida, planes para robar las joyas de la corona, planes para acabar con tus amigos y colgarle el muerto a otro... los planes fueron degenerando con el paso de los días. Como ya he dicho, fue todo muy intenso.
Echando la vista atrás puede que el viaje no fuese tan memorable como creía recordar, puede que volviésemos a casa siendo un grupo de amigos mucho más reducido que el de aquellos ocho soñadores que salieron de Portugal, pero la satisfacción de haber sobrevivido en el mundo real sin la supervisión de mamá y papá, y las ganas de repetir, no nos las quita nadie. Por eso, tras esta retrospección vacacional, me apuesto un bote de Nivea a que el viaje de estos chicos acabará en catástrofe, aunque ellos no se darán cuenta hasta años después, hasta el día que, esperando en una cafetería, escuchen a un grupo de adolescentes organizando su primer viaje y les haga recordar los fatídicos días de aquel mes de agosto.
Nota: Los ocho amigos mencionados en la historia regresaron sanos y salvos a sus respectivas casas, no sin antes pasar por Portugal.