Yo sabía escribir. Recuerdo una época en la que sabía escribir. Sentarse ante un folio en blanco era una vía de escape y no una tortura. Las palabras fluían, siempre aparecía la adecuada para cada situación, el número justo, ni una más ni una menos. Pero eso era otra época. Antes tenía un cerebro activo que vomitaba ideas con el propósito de crear grandes historias, ahora soy el afortunado propietario de uno que se debate entre el auge y el estancamiento. Intento que funcione pero no obtengo resultados. Digamos que la representación gráfica de mi mente podría ser la de una Bola 8 con dos respuestas de lo más alentadoras: “Pregunta en otro momento” y “no cuentes con ello”.
Mantengo conversaciones conmigo mismo pero me resulta imposible, no paro de interrumpirme. Me encanta llevarme la contraria. Tiendo a ignorar cualquiera de mis consejos y acabo discutiendo, la mayor parte de las veces a gritos. Me saco de quicio. He probado la meditación, la terapia, hasta me apunté a un cursillo sobre dinámicas de cooperación, pero nada. Parece que mi parte racional y mi parte creativa no quieren ponerse de acuerdo. En una de nuestras conversaciones de madrugada, porque todos sabemos que la mejor hora para una charla existencial es a partir de las cinco de la mañana, llegamos a la conclusión de que todo este caos no había podido surgir de la nada. Unas cuantas películas de detectives y unos cuantos días de autoflagelación después, encontramos a dos posibles culpables: el miedo y el conformismo.
Soy un escritor teórico. Me paso la vida pensando sobre qué y cómo escribir pero no lo llevo a la práctica. Lo que viene siendo un “quiero y no puedo”. Me cabrea. Y me da miedo. Miedo a juntar palabras y que no tengan sentido, miedo a que me malinterpreten, a no gustar, a no tener talento; miedo a que nadie me lea, a ser un fraude, a parecer un ignorante; miedo a ofender a alguien, a que mi opinión no sea válida, a hacer el ridículo; miedo a que me saquen de contexto, a equivocarme, a descubrir que no sirvo para esto. Vamos, que soy un auténtico "hazmellorar"… y un cobarde gilipollas. Si la inseguridad pudiera materializarse utilizaría mi cuerpo para comunicarse con el mundo:
—Hola, soy la Inseguridad.
— Por favor, pasa.
Son ya muchas las veces que he llegado a casa y me he sorprendido esperándome, como una madre que espera a su hijo agazapada en la oscuridad del salón cuando este sale de fiesta para cantarle las cuarenta, y no es algo bonito de ver. Me pillo por sorpresa y me grito una y otra vez “¡escribe!”, “¡así no llegarás a nada!”… pero me doy la razón y me refugio en las series (darle al play es más fácil que afrontar la realidad). Si es que no me impongo, no me inspiro autoridad. Tengo menos personalidad que una losa de granito. Me ahogo en un vaso de agua medio vacío, porque medio lleno sería ponérmelo demasiado fácil. Pero antes no era así, ¿por qué ahora me conformo? Me refugio en el “nunca vas a escribir nada tan bueno como (inserte autor/a admirado/a de turno) para qué te vas a esforzar”. Lo que yo decía, un cobarde gilipollas.
Pensé en hacer un viaje a la India para reencontrarme a mi mismo, hacer un “Come, Reza, Ama” de esos, pero soy de estómago delicado, ateo y un poco antisocial; así que me decanté por otra opción: la técnica de la culpabilidad. A mi madre le funcionaba cuando era pequeño, un solo “tú verás” y era capaz de hacer los deberes de todo el bloque. ¿No vas a estudiar más? ¿No vas a llamar a tus abuelos? ¿No vas a entrenar? Mi respuesta siempre era “no” y la suya un “Tú verás”. Esas dos palabras se quedaban rebotando en la parte más profunda de mi cerebro y, a eso de las cinco de la mañana, la culpabilidad hacía acto de presencia aumentando mi índice de productividad.
Por ahora parece que está funcionando, aunque este no sea el texto más alegre del mundo, es un comienzo. Me he propuesto dos metas (en realidad son más de dos, pero no quiero agobiarme), la primera es recuperar la soltura y reconciliarme con las historias; la segunda es que me importe una mierda la opinión de los demás, si total hoy en día digas lo que digas y hagas lo que hagas te van a caer palos por un lado o por otro. La única solución para alcanzar estas metas es escribir, escribir y escribir. Sí, esa frase que ya he leído y escuchado cientos de veces pero no he hecho caso ninguna, esa misma. Escribir sobre lo que sea: esa pareja extraña de la biblioteca, el zumo de piña, la migración de la foca monje… lo que sea. Se lo he comentado a mi madre para ver que le parecía y me ha dicho “Tu verás”. Ahora sí que no hay vuelta atrás.
Teorizar ya no sirve de nada. Esas tardes de evasión y vida contemplativa han llegado a su fin, no puedo ponerme la zancadilla una y otra vez porque, recordemos, yo sabía escribir. Recuerdo una época en la que sí sabía escribir y solo yo puedo hacer que vuelva.