EPISODIO I
Eran las once de la mañana en el Hospital de Nuestra Señora de la Paciencia. En el pasillo dos del tercer piso, en el nuevo servicio de dermatología, un grupo de pacientes esperaba impacientemente su turno. Todos menos una. Se llamaba Angustias, tenía 75 años y una dermatitis crónica que la catapultaba a los primeros puestos de la lista de espera, día sí y día también. Era la única en aquel pasillo que sabía con certeza que la iban a atender. Angustias tenía dos nietos de los que presumía cada vez que alguien le daba la mínima oportunidad, y si no se la daban también. Orgullo de abuela decía. El mayor era policía nacional y la pequeña se abría camino en el negocio de las funerarias, aunque su sueño era convertirse en detective privado, como su abuelo.
Aquella mañana, Angustias ya tenía en el punto de mira a su próxima víctima. Habían coincidido con anterioridad pero nunca se había atrevido a dirigirle la palabra. Era la única persona con la que no había sacado a relucir las fotos de sus nietos. Angustias vio su oportunidad y se acercó a ella. La mujer vestía de negro, su ropa era lo único que la diferenciaba de la pared, estaba tan pálida que más de uno contactara con la morgue avisando del extravío de un cadáver. A Angustias no le molestaba el aspecto mortecino de su nueva compañera, mientras tuviera un par de oídos que prestarle se conformaba. Se sentó a su lado y comenzó con su retahíla de halagos y alabanzas, supuraba orgullo por cada arruga de su cuerpo, y no eran pocas, pero su amiga no compartía el mismo entusiasmo, «que se lleven a esta señora de aquí», pensó, pero lo que no sabía era que aquel día, el destino no iba a estar de su parte.
En aquel mismo instante, a kilómetros de allí, un hombre entraba apresurado en el despacho de su jefe.
—¡Con esta ya van ocho, Señor! Creo que debería permitirme investigar —dijo mostrándole el informe a su superior.
—Ya estamos… Le repito que son coincidencias. Gente con suerte, o con poca suerte en este caso, no hay nada que investigar —le contestó cerrando la carpeta y apilándola en el montón de casos «ParaLuego».
—Sin ofender, Señor, pero esta persona ha saltado de un décimo piso y lo único que ha necesitado ha sido una biodramina por el cambio de presión. Y no es la primera, también tenemos un disparo en la sien, una sobredosis, un…
— Mire, si me va a dejar en paz, haga usted lo que le de la gana, pero ahora déjeme desayunar tranquilo que se me enfría el café —El comisario abrió uno de sus cajones, y sacando una bolsa llena de croissants, le hizo un gesto para que se fuera.
—Gracias, Señor. Qué aproveche, Señor.
—Lárguese —dijo mojando uno de los cuernos del pastel en una inmensa taza de desayuno.
Moure salió del despacho de su jefe dispuesto a resolver aquel misterio costase lo que costase. Tenía a su disposición una bicicleta, un móvil sin datos y dos vales descuento para café. No era mucho, pero se las apañaría, era un investigador nato, o eso creía él.
No lo era.
Al volver a su mesa recopiló toda la información que tenía sobre el caso y la desplegó por la pared, como en una de esas series de la tele que tanto le gustaban, creía que así ayudaría al proceso deductivo.
No lo hacía.
Colgó los nombres de las víctimas acompañados por un dibujo hecho a mano a modo de identificación, ya había agotado el cupo de folios del mes y no podía imprimir las fotos. Allí se podían ver ocho dibujos pertenecientes a ocho víctimas de suicidio que, muy a su pesar, dejaron este mundo durante cinco segundos para regresar a él con simples rasguños y magulladuras, algo que no entraba en sus planes ya que buscaban una muerte mucho más… definitiva.
Nadie parecía darle importancia a aquellos sucesos excepto Moure. El primer suicidio llamó su atención. El encargado de la exposición «Vuelva a la Edad Media», un hombre de unos cuarenta años, decidió hacer uso de la guillotina para poner fin a su historia. La policía se enteró de lo ocurrido cuando una de las asistentes a dicha exposición llamó escandalizada alegando que la cabeza de un hombre se paseaba a sus anchas por el baño de mujeres. Rodaba de cubículo en cubículo dejando un reguero de sangre a su paso a la vez que gritaba «ayuda» y «disculpen las molestias». Al llegar los de la ambulancia se lo encontraron de animada conversación con la agente al mando, por lo visto habían estudiado en el mismo colegio y se estaban poniendo al día. Mientras, el resto de la patrulla buscaba su cuerpo, al que encontraron poco después asistiendo a una visita guiada con una clase de primaria.
Ni en la comisaría ni en el hospital parecían sorprendidos. «Un accidente como otro cualquiera», «un mal corte», decían. Le cosieron la cabeza dejando como única prueba de los hechos una fina cicatriz que rodeaba el cuello. Tras este suicidio llegó otro, y otro, y otro… Moure guardaba cada informe, cada dato interesante con el que se cruzaba, intentaba, sin éxito, que sus compañeros se implicasen en la investigación, pero a ninguno de ellos le llamaban la atención aquellos extraños suicidios. Gracias a su insistencia, consiguió que le prohibiesen el acceso a los archivos y que revocasen su invitación a la quedada semanal de los viernes noche. Ya no podría participar en el campeonato de paintball, y todo por pesado. Pero a él no le importaba, estaba demasiado inmerso en el misterio de los siete (ahora ocho) supervivientes. Durante semanas buscó conexiones entre las víctimas, pero no encontró nada, si quería probar alguna de sus teorías iba a necesitar ampliar su línea de investigación, y para ello sabía perfectamente a quién acudir. Salió de la comisaría, se montó en su bici y empezó a pedalear calle arriba.
Habían pasado dos horas desde que Angustias y su nueva amiga empezaran a hablar. Más bien, habían pasado dos horas desde que Angustias hablaba. Solo se había callado para hacer las presentaciones y para tomarse la pastilla de la tensión. En aquel momento narraba la historia del entierro de su Paco, un entierro precioso y muy ameno.
Paco era un detective privado que murió a causa de unas complicaciones cardíacas tras un fuerte shock, o lo que es lo mismo, se fue al otro barrio gracias al susto de muerte provocado por sus familiares al gritar «sorpresa» el día de su setenta cumpleaños. Dejó por escrito que su funeral debería ser una búsqueda del tesoro en honor a sus años como detective. Sus familiares y amigos tendrían que seguir una serie de pistas que los llevarían hasta el lugar exacto en el que se encontraba esperando su cuerpo para ser enterrado. Tardaron tres días en encontrarlo, y cuando lo hicieron le faltaba una pierna. A día de hoy el caso del miembro desaparecido sigue abierto, pero eso sí, el funeral fue precioso.
Eme, que así se llamaba la nueva amiga de Angustias, empezaba a impacientarse. Llevaba tres meses, cuatro días y dos horas en aquella sala de espera, tenía cosas que hacer, responsabilidades que no podía dejar de lado, pero cada vez que intentaba hablar con la enfermera, aquella vieja cotorra la acaparaba con sus historias y sus pastillas para la tensión. Una foto más de aquellos dos paletos y acabaría estallando. Justo antes de que Angustias llegase a alcanzar su álbum de fotos, un grito agonizante resonó as su lado en el pasillo.
—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Un médico! ¡Oxígeno! ¡Algo! ¡Lo que sea, pero rápido! —gritaba una paciente mientras corría en círculos rodeando el cuerpo de un hombre de mediana edad que permanecía inmóvil en el suelo.
—Cálmese y siéntese, no sea histérica —dijo Eme, que había aprovechado el grito como vía de escape y ya estaba agachada junto al cuerpo.
Sus palabras produjeron un efecto tranquilizante en la mujer quien, muy lentamente, dejó de correr, se acomodó en una de las sillas y no volvió a abrir la boca. Los médicos seguían sin aparecer y Angustias había salido corriendo. Eme se acercó lentamente al hombre que continuaba en el suelo sin respirar. Se remangó dejando ver sus escuálidas extremidades y dirigió sus manos hacia el pecho del paciente sin llegar a tocarle.
—Este hombre está…
—¡Salvado! —vociferó Angustias disfrutando su entrada triunfal y apartando a Eme del cuerpo para dejar paso a los médicos que la seguían.
Los médicos se pusieron manos a la obra bajo la atenta mirada de todos los presentes. Eme miraba a Angustias con odio, pero no con ese odio pasajero que experimentas bajo grandes cantidades de estrés, no, odio de verdad. Apretaba los puños clavándose sus propias uñas, era ella o Angustias, al fin y al cabo la vieja tenía un nieto policía, no quería tentar a la suerte y tener que aguantarlo a él también.
Los médicos seguían intentando estabilizar al hombre pero nada parecía funcionar. Uno de ellos dejó todo lo que estaba haciendo y dirigiéndose hacia los demás pacientes dijo:
—Es demasiado tarde, deberíamos avisar a…
—¡Dios! ¡Qué horror! Siempre se van los mejores. Lo mismito le pasó a mi Paco—gritó Angustias abrazándose a Eme.
Eme intentaba escapar de las garras de Angustias, Angustias narraba para todo el pasillo la historia del último suspiro de su Paco, y el hombre muerto tirado en el medio del pasillo abrió los ojos. Se despertó, se levantó, se estiró y sacando un papel del bolsillo, como si no hubiera pasado nada, dijo:
—¿Ya me han llamado?
—¿Fernando García? —preguntó la médico saliendo de la consulta.
—Sí —contestó el hombre
—Pase.
Moure dejó la bicicleta aparcada en un árbol frente a la funeraria. Al entrar, un hombre bajito con un traje de color marrón, horrible, lo esperaba tras el mostrador. Estaba incómodo y no dejaba de moverse.
—¡Buenos días!…o no. Depende. ¿Le acompaño en el sentimiento? ¿Está familiarizado con nuestros servicios?—El hombre titubeaba. No era muy espabilado.
—Julián, relájate, la gente que entra por esa puerta acaba de perder a un ser querido, tienes que darle facilidades no someterlos al tercer grado.
—Lo sé, Moure, pero es que lo mío son los muertos. Los limpio, los visto, los peino, los…
—No sigas, por favor. No quiero ser yo el que te detenga. Berni no me lo perdonaría ¿Dónde está mi hermana?
—En la oficina…creo.
Berni era el dueño, estaba en una convención de urnas funerarias y había dejado a Julián al mando. No era el más competente pero sí el empleado con más antigüedad; y su hijo. La funeraria ocupaba gran parte de un bajo muy amplio pero oscuro, no era el mejor lugar para visitar tras la muerte de un ser querido. Tenían un catálogo con fotos de los clientes utilizando sus productos y proyectaban vídeos de los funerales que habían organizado con testimonios de los asistentes. Lía llevaba más de seis meses trabajando allí y estaba muy contenta. Había hecho muchos contactos en el mundo fúnebre y todos la apreciaban como profesional y como persona.
Moure entró en la oficina y se encontró a su hermana hablando por teléfono.
—A ver, abuela, los milagros NO existen. ¿tú estás segura de que el hombre estaba muerto? No, nunca dudaría de ti… Abuela, te tengo que dejar, ha llegado Fran. Sí, de tu parte.
—¿Qué ha pasado?
— Algo de un hombre muerto en un pasillo. Creo que la abuela empieza a chochear, deberíamos empezar a mirar residencias. Algo bonito, con jardín.
— ¿Muerto? Estás segura de que dijo muerto.
— Sí. Un poco muerto, casi muerto…¿medio muerto?
— Decídete
— No, que se decida él. Si te mueres, te mueres y punto. No juega uno con los sentimientos de los demás.
— Lo sabía. ¿Hace cuánto que no entra un cadáver por esta puerta?—Dijo Moure apoyándose en el ataúd de exposición.
—Mmm no sé ¿un par de meses?
— ¿Y no te parece raro?—dijo a la vez que intentaba abrir el ataúd —. Estos ataúdes deberían estar ocupados por…
La tapa del ataúd se abrió de golpe y Moure saltó hacia los brazos de su hermana. Lía lo dejó caer al suelo, estaba acostumbrada a los ataques de pánico de su hermano mayor. Se acercó al ataúd en busca de respuestas y cuando se iba a asomar, un hombrecillo trajeado salió disparado como un resorte poniéndose en pié a su lado. Le daba a Lía por la cintura, era calvo y con la nariz puntiaguda, a primera vista recordaba a un pingüino. El hombrecillo se sacudió el polvo del traje y miró a los hermanos, que no daban crédito de lo que estaba ocurriendo.
—¡Por Fin! Menos mal que estabais aquí, muchísimas gracias, os lo agradezco de verdad, he olvidado la llave y no era capaz de salir. Me llamo Earl Encantado —dijo el hombrecillo ofreciéndole la mano a Lía.
— ¿Earl? Permíteme una pregunta —dijo Lía recuperando la compostura —¿Quién cojones eres? ¿Y qué coño hacías en nuestro ataúd?
—¡Oh! Disculpa mis modales, no era mi intención crear confusión. Te contestaré encantado pero antes debo apuntar que eso son dos preguntas —dijo Earl sacando un bastón y un sombrero de uno de sus bolsillos —. Verás, decir que eso es un ataúd no sería preciso porque… Discúlpame otra vez, no querría ser indiscreto pero, ¿se encuentra bien? —dijo Earl señalando a Moure que permanecía pálido y sin habla detrás de la mesa del despacho haciendo grandes esfuerzos por no desmayarse.
—Está bien. Está perfecto. Nuestra familia y las sorpresas no se llevan bien. Explícate, ¿cómo que no es un ataúd? —preguntó Lía examinándolo detenidamente.
— En apariencia lo es, al menos desde este lado del mundo, pero realmente es la puerta al otro lado, al Inframundo; bueno, una de ellas para ser exactos.
Lía entornó lo ojos y suspiró, no era la primera vez que se cruzaba con un creyente. Cerró el ataúd y comenzó a caminar hacia su hermano, pero Earl la paró a medio camino.
—El motivo de mi presencia aquí es la desaparición de una buena amiga. Puede que la hayáis visto, o tengáis alguna pista de su paradero —dijo Earl haciendo un gesto de agradecimiento con su sombrero.
—Claro, ahora todo tiene sentido… pues no sé, dime, ¿quién es tu amiga? ¿Un espíritu arrepentido? ¿una ninfa del bosque? —El cabreo de Lía aumentaba con cada palabra de Earl.
—La Muerte.
—¡Lo sabía!—gritó Moure justo antes de perder el conocimiento y golpearse la cabeza contra la esquina de la mesa.
Lía corrió hacia su hermano.
—Tranquila. No tienes de que preocuparte, está bien, no puede morir. Nadie puede.
CONTINUARÁ…