Con el ruido de una ventana que se abre, así empezaba la magia de la Navidad. La primera Nochebuena fue en casa de los abuelos. No tenía ni tres meses, no sabía si era Navidad o San Fermín, pero daba igual, en aquella casa las fiestas ya nunca serían lo mismo. Con un peque en la familia el espíritu navideño sube más rápido de lo que baja el champán.
Los primeros 15 años los pasamos así, la familia conducía a casa de los abuelos a celebrar que un señor gordo, doce campanadas y tres señores en camello se cruzaban en nuestro camino un año más. Otro año de poner el árbol, de decorar la mesa, de abrir regalos, del “no, abuela, no, que aún son los cuartos ”, en definitiva, otro año de magia. Pero, ¿en qué momento se pierde la magia? ¿En qué momento un monstruo verde y amargado asesina a ese alegre señor regordete que siempre viste de rojo? ¿En qué momento? ¿Hemos sido cómplices de asesinato y nos hemos dado a la fuga?
Bendita inocencia. No sé si lo que voy a narrar a continuación es lo que ocurrió de verdad o es una recreación de mi mente a partir de historias de familiares y amigos. A mi me gusta creer que es la realidad, que todo aquello fue tan mágico que se quedó grabado a fuego en mis pequeñas neuronas.
Todo empezaba con el ruido de una ventana. La cena de Nochebuena se caracterizaba por la abundante comida, un grupo de adultos pelándole langostinos a un pequeño déspota glotón amante del marisco y a dicho renacuajo consumido por los nervios con dos coloretes de un rojo preocupante. Pero no estamos aquí por la comida, todo empezaba con una ventana. Mi abuelo salía por la puerta de la salita para ir al baño, 30s después un estruendo resonaba en toda la casa. Se hacía el silencio, soltaba el langostino y agarraba el brazo de mi madre. ¡La ventana! !Ya estaba aquí! !Papá Noel estaba en casa y mi abuelo se había ido al baño! Bendita inocencia, nunca se me ocurrió relacionar acontecimientos. Estaba emocionado pero me podía el miedo. Me podía la idea de salir por la puerta, acercarme al salón y encontrarme de bruces con aquel señor, o peor, con los renos. Solo era capaz de correr hacia el baño alertando a mi abuelo del peligro. Lo último que quería era unos estúpidos regalos a cambio de entregarles a mi abuelo en bandeja. Siempre he sido bastante desconfiado. Aprovechándose de mi miedo, mi abuelo se había vuelto al baño, salía por la puerta y me acompañaba hasta el lugar de los hechos. Asomaba mi cabeza titubeante y la magia de la navidad se materializaba en nuestro salón. No sé que me sorprendía más si los regalos o el hecho de que galletas y zanahorias hubieran desaparecido. Las historias eran ciertas ¡Papá Noel era real!
Todo empezaba con una ventana. Una ventana era todo lo necesario para poner en marcha el mecanismo de la imaginación. Pero todo se acaba. Cada año la ventana se iba cerrando poco a poco hasta que ya no se abrió más, pero por qué. Es ley de vida, supongo. Los niños crecen, supongo. Empieza con un “Los Reyes son los padres”, le sigue un “Ya soy mayor para el árbol” y, en mi caso, acabó un 26 de diciembre de hace 12 años con un “se murió la Bisi (mi bisabuela)”. Ese fue mi punto de no retorno. Desde ese momento la Navidad pasó de casa de mis abuelos a casa de mis padres, de la ilusión de los regalos al estrés de comprarlos, de los grandes banquetes al agobio de cocinar, de compartir habitación con la Bisi a dormir en el sofá y dejar sitio a los abuelos, de la magia y la alegría al mal humor y al descontento.
Creo que cuando mi bisabuela murió cerró de golpe aquella ventana y a partir de entonces, de forma silenciosa y disimulada, nos hemos dedicado a asestar puñaladas en ese traje de terciopelo rojo porque creemos que en él la sangre pasará desapercibida.
En la vida de toda familia tiene lugar una masacre navideña, esa fue la mía, ese acontecimiento que acaba con la fantasía infantil, ese algo que te fuerza a replantearte estas fechas y a verlo todo desde otra perspectiva. Lo que no sabemos es que esa masacre no nos obliga a decidir un camino u otro, no nos obliga a canalizar la energía de un pequeño Elfo de los bosques o a convertirnos en el temible Grinch. En efecto, ese fue mi error. Pero si de algo me he dado cuenta a lo largo de los años es que la dichosa ventana puede abrirse y cerrarse a placer. Que en Navidad no todo es paz, amor y luces de colores ni tampoco es agobio, desesperación y mal humor. La magia de la infancia se transforma en otro tipo de ilusión y sí, hay muchos momentos de estrés, no nos engañemos, Navidad no es Navidad sin una buena discusión. Por eso la clave está en dejar la ventana entreabierta y los carriles bien engrasados. No tenemos que elegir un bando y encomendarnos a él hasta el fin de nuestros días. Está bien, no lo llamemos masacre, llamémoslo nuevo punto de partida.